sábado, 30 de diciembre de 2017

La flor del granado

Allá por los años en que don Fernando y doña Isabel se disponían a expulsar a los moros del reino de Granada, vivía en tierra cordobesa el noble caballero don Juan de Sotomayor, señor de Belalcázar. Todavía se conserva su castillo, no lejos de la confluencia del Guadamatilla con el Júcar.
Don Juan era un joven de buenas prendas, generoso y valiente. El único defecto que tenía era el ser excesivamente enamoradizo. Su madre, doña Elvira de Zúñiga, le adoraba, y cuando los reyes hicieron un llamamiento a la nobleza para poner fin a la Reconquista, consiguió que don Juan se quedase a su lado. Don Gutierre, el hermano menor, cumplió este deber en nombre de los condes de Belalcázar y marchó a la guerra al frente de sus huestes. Don Juan, mientras tanto, pasaba alegremente en Córdoba los años de su mocedad. Su madre, viéndole mariposear de continuo entre damas y doncellas, intentó casarle, con la esperanza de que el matrimonio pusiera fin a sus devaneos. No consiguió convencerle; el joven conde rechazaba todos los partidos que doña Elvira le proponía.
Sólo una vez, contra lo esperado, don Juan dio pruebas de constancia tenaz: había encontrado el verdadero amor de su vida. Todos los años, por Navidad, los campesinos del señorío ofrecían regalos a doña Elvira, en agradecimiento a los favores que de ella recibían. Un año acudieron a Belalcázar, entre los donantes, una viuda muy pobre y su hija. La muchacha era muy hermosa y llevaba como ofrenda un cesto de jugosas granadas. Don Juan, sorprendido al verla, le habló en tono que revelaba su admiración. La muchacha se retiró con las mejillas encendidas, y, en cuanto se hubo marchado, doña Elvira reprochó a su hijo el haber empleado un lenguaje tan galante con una muchacha tan pobre como honrada. Y observando que se había quedado realmente impresionado, le hizo prometer que no trataría de buscar de nuevo a la muchacha.
Sin embargo, el primer día que don Juan salió de su casa dirigió su caballo al huerto donde trabajaban la bella aldeana María y su madre. Pasó a su lado y las saludó cortésmente, emprendiendo después el regreso. Aquella noche no pudo dormir. Al día siguiente se dirigió de nuevo al huerto, y esta vez saltó la valla. Y así, con un pretexto o con otro, repitió sus visitas cada vez con más frecuencia.
Una tarde el conde halló a María sola entre la espesura de los granados. Era primavera. El ambiente y la ocasión se presentaban de lo más propicios. Don luán le declaró su amor con encendidas frases. Ella, que le amaba también desde el primer día, apenas supo qué contestarle. Antes de retirarse, don Juan le pidió una de las hermosas flores de granado cogida por su mano, y en el momento en que ella levantó el brazo para atender a tan sencilla petición, se acercó, y, ciñéndola por la cintura, le dio un beso. María le rechazó, turbada, y el joven conde comprendió, por la emoción que se reflejaba en el rostro de la doncella, que era correspondido. Profundamente conmovido, le pidió perdón. Recogió la flor de granado, que se le había caído al suelo, y se despidió, diciendo:
-Adiós, María; nunca podré olvidarte.
Desde aquel día don Juan se sintió muy desgraciado. Confesó a su madre que amaba a María como no había amado nunca a ninguna mujer y que el único remedio para su pasión era casarse con ella. Doña Elvira recibió un disgusto tan grande con estas palabras, que cayó en los brazos de su hijo presa de grave accidente. Para aliviarla fue preciso que éste prometiera renunciar a aquel matrimonio.
Don Juan, desolado, decidió marchar a la guerra. Obtuvo el consentimiento de su madre, que esperaba que la ausencia le curase, y partió sin despedirse de María: temía que al verla, flaquease su resolución,
Antes de abandonar Belalcázar, le mandó por su paje un relicario de oro que contenía la flor de granado que ella le había dado, y este sencillo mensaje: «Nunca te olvidaré». María recibió el regalo al mismo tiempo que la noticia de que su señor partía. Aquel día acabaron todas sus ilusiones y todas sus esperanzas.
Transcurrió un año, y el conde de Belalcázar regresó ileso de la guerra y cubierto de gloria. María, en cambio, yacía enferma. El médico no conocía su enfermedad, pero sabía que era mortal. La melancolía que se había apoderado de ella había extinguido sus fuerzas y había marchitado su belleza.
Un día se enteró de que se iba a celebrar una gran fiesta para conmemorar el regreso de su señor. Al oír que don Juan había vuelto, sus colores reaparecieron momentáneamente y su emoción fue tan viva, que la madre adivinó la causa del mal que la consumía. Pasados los primeros días que siguieron a las fiestas, la tristeza volvió a apoderarse de la joven. Su postración y abatimiento fueron tales, que la desesperada madre tomó una atrevida resolución: se dirigió al alcázar y solicitó ver al conde.
Don Juan la recibió afectuosamente y la pobre viuda le contó, entre sollozos, que su hija estaba a punto de morir. Momentos después, el conde, profundamente conmovido, se presentaba en la humilde casa de María. Al enterarse ésta por su madre de que el señor se acercaba, vistió sus modestas galas de fiesta y salió a recibirle a una salita oreada por el aire del campo, desde la que podía verse el huerto de los granados.
Don Juán no pudo ocultar la penosa impresión que María le produjo. Su belleza se había marchitado y su cuerpo se arqueaba como el de una vieja. ¡Y él había sido la causa de la ruina de aquella maravillosa hermosura! Grandemente emocionado, y sintiendo que su amor se elevaba y se ennoblecía, cayó a los pies de María y, confesándole la cobardía que le había hecho ceder a los ruegos de su madre, y que le había llevado a la guerra, le prometió que ya nada podría cambiar su decisión. Si era necesario, renunciaría a sus riquezas y a su título, pero sería su esposo.
María, que no hubiera admitido nunca tal sacrificio, al escuchar estas palabras se puso intensamente pálida por la emoción. Por unos momentos sus ojos brillaron, como antaño, radiantes de felicidad y la vida animó su rostro demacrado; pero, instantes después, dejó caer la cabeza sobre el pecho: la emoción que había sentido le produjo la muerte.
Pocos días después, don Juan de Sotomayor hacía renuncia de todos sus derechos y de su fortuna en su hermano menor don Gutierre y tomaba el hábito de franciscano bajo el nombre de fray Juan de la Puebla. La tierra que vio su bulliciosa juventud conoció también su humildad y su caridad. Todavía Córdoba le recuerda por sus virtudes.

(Vicente García de Diego)

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