La niña, perdida en aquellos vericuetos, se alejó sollozando; pero poco a poco se encontró con una gruta en la que la tempestad no parecía azotar con la misma violencia. Penetró en su interior y vio a una bella pastorcita que, hincada de rodillas, rezaba devotamente al Señor para que apaciguara aquel temporal. La niña, entonces, se postró también en tierra para rogar con la misma intención. Después la pastorcita volvióse hacia ella y la saludó cariñosamente. Al ver el lamentable estado en que se encontraba, le ofreció leche y pan, que la niña aceptó con profundo agradecimiento.
Mientras esto ocurría en el interior de la gruta, fuera, la tempestad se embravecía más a cada momento, y el agua caía torrencialmente sobre la majada. Un nuevo diluvio parecía querer inundar aquellos terrenos, como si la naturaleza se hubiera echo eco del desconsuelo de la pobre niña y quisiera castigar la maldad de aquellos pastores.
Así transcurrieron, lentas, las largas horas de la noche, hasta que al fin las primeras claridades del amanecer llegaron a la gruta, y la lluvia, poco a poco, dejó de caer. Entonces la niña y la pastorcita pudieron contemplar el horrible espectáculo que se ofrecía ante sus ojos: la majada en la que la pasada noche se alzaban aún las cabañas de los pastores, habíase convertido ahora en un profundo lago, donde no quedaba ni rastro de vida. Ante tan tremendo desastre, la niña no pudo contener su dolor y empezó a derramar abundantes lágrimas, que al tocar el suelo se fueron convirtiendo en margaritas. Unos instantes después desapareció.
La caritativa pastorcita se sintió entonces rodeada de un halo de luz sobrenatural, y una beatífica dulzura que llenaba su alma de intensa felicidad le hizo comprender que había pasado la noche acompañada de la Virgen.
(Vicente García De Diego)
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