jueves, 17 de agosto de 2017

Los siete Infantes de Lara

Qué gran día para los castellanos aquel en que se ganó Calatrava la Vieja! Y ¡qué bien peleó en aquella ocasión Ruy Velázquez, el noble caballero! Siempre dando las heridas primeras, siempre adelantado en el haz. Y con trescientos hombres que llevaba mató a más de cinco mil moros. ¡Ojalá hubiera muerto aquel día! Su nombre hubiera pasado limpio y glorioso al recuerdo de los castellanos y no sería maldecido; su cuerpo yacería bajo rico enterramiento y no bajo carretadas de piedras arrojadas por los caminantes. Y no hubiera tramado gran traición contra sus sobrinos los siete infantes de Lara. Ésta es la dolorosa historia.
Como recompensa por el triunfo de Calatrava, el rey dio a Ruy Velázquez en matrimonio a doña Lambra, hermosísima mujer. Celebráronse las bodas en Burgos y las tornabodas en Salas, de donde eran los siete infantes, también llamados de Lara. Grandes fiestas se hacían, alegres en grado sumo. Á ellas llegaron los siete infantes, que fueron recibidos con muestras de cariño por su madre doña Sancha, mujer de Gonzalo Gustioz y hermana de Ruy Velázquez. Uno a uno fueron abrazados y besados tiernamente, sobre todo Gonzalico, de ellos el preferido. Los siete infantes eran de noble apostura y bravo corazón; la más pura concordia, el cariño más acendrado entre ellos reinaba y cada uno estaba presto a dar la vida, si necesario fuera, por los demás; nunca existió ni la más pequeña diferencia. «Hijos -les dijo la madre-, id a descansar a vuestra posada de la calle Cantarranas, y no salgáis, que las plazas están llenas de gente, y por fútiles motivos se originan trifulcas peligrosas.» Y ellos así lo hicieron.
En tanto, había pasado la hora de la comida, y todos los caballeros que habían venido a las fiestas de tornabodas salieron a la plaza a correr bohordos y a tirar tablados. Pero ninguno bohordaba bien: un caballero cordobés salió al campo y tiró una vara con fuerza y gallardía, entre el aplauso de la concurrencia. Y volviéndose al grupo de nobles damas que presidía doña Lambra, gritó: «¡Amad, señoras, amad, que más vale un caballero de Córdoba la llana que veinte ni treinta de los que son tan nombrados en esta tierra». Y doña Lambra, llena de entusiasmo, exclamó: «¡Maldita sea la dama que su cuerpo te niegue! ¡Y si yo fuera libre, tuyo sería mi favor!». Pero doña Sancha, que estaba presente, enrojeció de vergüenza y le hizo ver que esas palabras no estaban bien en labios de una mujer recién dada en matrimonio a Ruy Velázquez. Doña Lambra, echando atrás su hermosa cabeza, miró a la madre de los siete infantes y le escupió estas palabras: «Callad, doña Sancha, que vos como puerca en ciénaga paristeis siete hijos». Y un viejo servidor que allí se hallaba, lleno de dolor y de indignación, fue a la posada en donde estaban los infantes.
Venía este buen hombre cabizbajo por la calle. Gonzalo, que estaba asomado al barandal, le dijo: «¡Eh!, ¿qué os pasa, ayo?; ¿por qué esa cara de pesar?». Y el ayo, que tal era, le dijo: «Vengo lleno de dolor por algo que he oído que ofende a vuestra sangre». Y entrando en la casa, quiso retirarse sin decir más, temiendo que los infantes quisieran vengar el insulto hecho a su madre; pero obligado por ellos, tuvo que relatar lo sucedido. Gonzalo, saliendo como una exhalación, cogió su caballo, entró en la plaza y tomando una vara, la lanzó con tanta fuerza, que el tablado cayó estruendosamente, y volviéndose a donde estaban las damas, les gritó, insultándolas: «Amad, puercas, amad, que un caballero de mi sangre vale más que cuarenta de Córdoba». Doña Lambra, llena de ira, se retiró, y fuese al palacio de Ruy Velázquez, gritando: «¡Venganza, venganza!». Ruy Velázquez, viéndola así, le preguntó qué había sucedido, y ella contestó: «Vuestros sobrinos, los siete infantes de Lara, me han insultado y amenazado injuriosamente, diciéndome que me cortarían las faldas por vergonzoso lugar». Ruy Velázquez salió y fue a la plaza, en donde se había trabado una gran pelea: Gonzalo había matado a Alvar Sánchez, primo de doña Lambra, y contra aquél se lanzó Ruy, hiriéndole y queriéndolo rematar, sin conseguirlo, por la intervención de los hermanos, que habían acudido prestamente a la plaza. Y de esta manera comenzó la lucha entre los de Lara y los caballeros de doña Lambra.
Durante algún tiempo la enemistad persistió, traduciéndose en continuas reyertas. Al fin intervinieron el rey y Gonzalo Gustioz, estableciéndose la paz. Se decidió que para probar la buena voluntad de los hasta entonces enemigos, los siete infantes escoltasen a doña Lambra a Barbadillo, que era heredad suya. Llegados allí, el rencor de la vengativa dama renació y ordenó a un criado que arrojase un cohombro lleno de sangre a Gonzalo. Éste, al verse agraviado tan sin razón, quiso matar al sirviente, siendo ayudado por sus hermanos. Pero el sirviente huyó a donde estaba su señora, la cual lo amparó, protegiéndolo bajo su falda, lo cual era signo de inviolabilidad. Pero los infantes no hicieron caso de ello y allí mismo dieron muerte a quien de tan mala manera había insultado a uno de ellos. Doña Lambra fue de nuevo a pedir venganza a Ruy Velázquez, diciéndole que si no se la concedía, iría a pedírsela a Almanzor. Ruy Velázquez, entonces, tramó una gran venganza contra su cuñado y sus sobrinos.
Fue a visitar a Gonzalo Gustioz, y saludándole con grandes muestras de afecto, le dijo: «Venturosamente ya pasaron los tiempos en que nuestras gentes eran enemigas. Quiero mostrarte mi buena voluntad encargándote de una importante embajada. Conviene conocer la opinión de Almanzor en ciertos asuntos de frontera. Yo os pido que llevéis cartas mías al gran guerrero, que sin duda os recibirá y honrará como a quien sois». Gonzalo Gustioz aceptó de buen grado y tomó la carta que, escrita en árabe, le entregaba Ruy Velázquez. «Mañana, al alborear, saldré», dijo. Y, en efecto, al día siguiente, después de haberse despedido de sus hijos, se puso en camino hacia la frontera.
Llegó a Córdoba, se dio a conocer como emisario a los guardias de las murallas y fue conducido a palacio. Allí Almanzor lo recibió con muchos honores, y habiéndole preguntado cuál era su embajada, Gonzalo Gustioz le entregó la carta. El semblante del caudillo moro se ensombreció: «¡Ah Gonzalo Gustioz!; mal haya la hora en que trajisteis esta carta. En ella me pide Ruy Velázquez que os dé muerte». Gonzalo se estremeció, comprendiendo que había sido traicionado, y así lo hizo ver a Almanzor. Mas éste, que era de natural caballeresco, no quiso prestarse a tan infame treta, y le dijo al cristiano: «No haré lo que se me pide, mas sí he de retenerte aquí. No te duelas de esto, que estarás bien tratado». Y le dio como sirvienta a una hermana suya, una bella mora.
En la misma carta decía Ruy Velázquez que, además de entregarle a Gonzalo Gustioz, haría que los infantes fuesen a la frontera con poca gente para que pudiesen ser muertos por los moros, sin peligro ni riesgo para éstos. En efecto, un día pidió a los infantes que le acompañasen en una pequeña algarada que iba a hacer contra tierras de moros. Los infantes aceptaron y se despidieron de su madre, quien en vano trató de retenerlos. Iban acompañados del viejo ayo Ñuño Salido. Por el camino tuvieron varios agüeros, y el ayo, interpretándolos como de mal presagio, quiso que se volviesen a Salas, mas los jóvenes se burlaron cariñosamente de él. 
Llegados por las sierras de Alta-mira, cerca del valle de Arabiana, Ruy Velázquez les dijo: «Es hora de mostrar vuestro valor. Corred ese campo de moros, y si necesitáis ayuda, yo os la prestaré». Soltaron las riendas y se internaron en el valle, creyendo que todo iría bien. Mas de pronto vieron salir de los desfiladeros gran cantidad de enemigos que los rodearon y se lanzaron contra ellos. Los infantes no se amedrentaron por ello; empuñaron sus lanzas, y a los primeros moros que llegaron les hicieron pagar cara su osadía. ¡Dios, qué bien peleaban! Sus brazos estaban empapados en sangre enemiga. Al fin saltaron sus lanzas, rotas, y empuñaron las fuertes espadas. Durante varias horas continuó la pelea; el moro Alicante, que era quien capitaneaba a la gente de Almanzor, estaba admirado de ver el valor de aquellos jóvenes cristianos. Y dando treguas, les hizo pasar a las tiendas que había dispuesto, confortándolos con vino y alimentos. Ñuño Salido se dolía de la traición, dirigiéndoles tiernas palabras. Alicante estaba presto al perdón cuando Ruy Velázquez, llegando de improviso, lo llamó aparte y le dijo: «¡Mal cumplís las órdenes de vuestro señor! Esta blandura sin duda engendrará la ira de Almanzor, que os hará pagar cara vuestra transigencia». Y Alicante, temeroso de merecer un duro castigo, ordenó que se reanudase la pelea. De nuevo la lucha tomó gran fuerza, los siete infantes y Ñuño Salido peleaban bien, pero al fin fueron cayendo uno tras otro en presencia de Ruy Velázquez, que desde un alcor próximo presenciaba el cumplimiento de su venganza.
El moro Alicante cogió las cabezas de los siete infantes y la de Nuño Salido y partió hacia Córdoba; era víspera de San Cebrián. Llegó a la ciudad mora, entró en palacio y presentó su trofeo a Almanzor. Éste puso las cabezas en un tablado y mandó llamar a Gonzalo Gustioz. Llegó el cautivo, y Almanzor le dijo: «Aquí tienes ocho cabezas de gente noble. Prueba a ver si las reconoces».
Gonzalo las limpió, y cogiendo una estalló, al mirarla, en sollozos: «¡Ay triste de mí, que sí las conozco! ¡Nunca fue hombre tan desdichado!». Y dirigiéndose a ellas comenzó a hablarles con la voz que le temblaba de lágrimas, como las hojas del chopo tiemblan con la lluvia de abril: «Dios os salve, Ñuño Salido, buen compadre. ¿Qué hicisteis con los hijos que os encomendé? Mas perdonad, que bien veo que habéis cumplido con vuestro deber». Tomó la cabeza del heredero y le dijo: «¡Oh hijo Diego González, aquí paró vuestra gallardía, vuestro porte de alférez del conde Garci Fernández! Mis tierras quedaron sin nadie que las heredara». Y así fue hablando con todas las cabezas, elogiando a cada hijo sus cualidades: a Martín, su destreza en las tabas y su buena conversación; a don Suero, lo estimado que era de todos; a Fernán, su maestría en la caza; a Ruy y a Gustioz, su valor en la guerra; y sobre todo, lloró acariciando y besando la del menor, la de Gonzalillo, que era el preferido de su madre. Y de este llanto tuvo tan gran angustia, que cayó como muerto en tierra. Todos los presentes hubieron gran lástima de él. Y Almanzor ordenó que fuera conducido a los aposentos que le habían sido destinados, en donde la hermana del caudillo atendió con todo cariño al desdichado castellano.
En esa hermosa mora encontró gran consuelo Gonzalo Gustioz. Y pasando el tiempo, hubo amores entre ellos. Cuando ella tenía en el vientre el fruto de esos amores, Almanzor determinó dar libertad a Gonzalo, el cual, antes de partir de Córdoba, le entregó a su amada un anillo partido por la mitad, diciéndole que si era varón el hijo que tuviera, que cuando llegase a su edad moza, lo enviase a la cristiandad para que vengase a sus hermanos.
Pasó el tiempo, y el hijo de Gonzalo Gustioz y de la hermana de Almanzor fue creciendo, hasta hacerse un gallardo mancebo. Se había criado en palacio y nadie le había hablado de su origen. Mas un día, jugando al ajedrez con un príncipe moro, tuvo una disputa con él, y éste lo insultó llamándole hijo de nadie. Mudarra, que así era el nombre del bastardo, mató al que lo había insultado y fue a preguntar a su madre la verdad sobre su origen. La mora se lo contó todo, le entregó el anillo partido y le dijo que era llegado el tiempo en que había de marchar a la cristiandad para vengar a su padre y hermanos.
Mudarra partió, despidiéndose de Almanzor, el cual le tenía gran cariño, y marchó a Burgos. Allí buscó a su padre, se dio a conocer con el anillo y le pidió que le guiase al sitio en donde podría encontrar a Ruy Velázquez. Gran alegría recibió el buen viejo Gonzalo Gustioz al ver que al fin eran vengadas tantas traiciones e injurias, y bendijo a Mudarrillo. Éste se puso en camino, persiguiendo a Ruy Velázquez, que al saber su llegada había huido.
Al fin una tarde encontró Mudarra a un caballero reposando debajo de una haya. Le saludó preguntándole su nombre, y al reconocerlo como Ruy Velázquez, le dio muerte sin qué el traidor pudiera defenderse. Su cuerpo quedó allí sin sepultura, cubierto de piedras que los castellanos echaron sobre él; y desde entonces todos los que pasaban por aquella pedrera, en vez de rezar un padrenuestro, echaban otra piedra maldiciendo el ánima del traidor.
Doña Lambra fue más tarde presa y quemada viva. Y así se cumplió la venganza por la traición de que fueron objeto los siete infantes de Lara.

(Leyendas de España - Vicente García de Diego)

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