sábado, 5 de agosto de 2017

Doña Aldonza

Un noble aragonés de alguna edad, llamado Jaime de Bolea, tenía a su cargo a una joven huérfana: doña Aldonza de Entenza, heredera de una inmensa fortuna.
Su caballero era un guerrero que estaba haciendo la guerra en Nápoles, después de haber intervenido en España en otras muchas empresas de armas, y esperaba volver pronto a Aragón para pedir al de Bolea la mano de doña Aldonza.
Jaime de Bolea, comprendiendo que no podía ser correspondido en el amor que profesaba a tan dulce criatura, se propuso que, al menos, ninguna otra persona pudiera disputársela. Y cuando Berenguer de Azlor, que éste era el nombre del bizarro guerrero, regresó a su patria para casarse con doña Aldonza, el tutor le dijo que había un imposible que los separaba para siempre: que «estaba enamorado de su propia hermana».
Muchos sufrimientos y pesares tuvo que pasar el de Azlor al comprender su desgracia. Sobreponiéndose a las debilidades del corazón, dolorido en lo más hondo, determinó tomar el hábito de Santiago, con voto de castidad, y fuese a Montalbán, cuya encomienda obtuvo. Al poco tiempo murió allí de melancolía.
Doña Aldonza, desesperada igualmente de su desgracia, medio alocada, se escapó de la casa de su tutor y marchó a recorrer los alrededores de Montalbán, donde sabía que había muerto su fiel amante, y allí anduvo un sinfín de tiempo.
Un día, al abrir la iglesia, encontraron una mujer muerta, con señales de una juventud bella y pasada, envuelta en harapos. El comendador existente a la sazón, que conocía bien la historia de aquellos desgraciados amores de Berenguer y Aldonza, ordenó que fuera sepultada en el mismo panteón, al pie del cual la habían encontrado, y colocó una inscripción latina que decía:
Justo es que reposen juntos en la muerte los que tanto se amaron en la vida.

(Vicente García de Diego)

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