miércoles, 26 de julio de 2017

La conversión de Raimundo Lulio

Durante muchos siglos, esta leyenda de Ramón Llull, referente a su conversión, ha caminado unida a su biografía, extendiéndose y divulgándose entre el pueblo mallorquín con más fortuna que ninguna otra. No hace mucho que un sabio investigador ha separado la verdad histórica de la invención popular y ha dejado abandonado en el terreno de lo mítico esta aventura que vamos a referir.
Se dice en ella que Raimundo Lulio era en su juventud un apuesto galán, pletórico de vitalidad para el amor y de ímpetus para la vida. Su éxito con las mujeres había sido siempre tan favorable, que no consideraba como imposible ninguna empresa amorosa, por audaz que fuese.
Cuentan que un día en que se hallaba deambulando, solitario y alegre, como siempre, por la ciudad de Palma, acertó a pasar por su lado una mujer de una belleza tan extraordinaria como jamás había nunca contemplado. Emocionado ante su presencia, la siguió unos pasos, al par que le dedicaba las más escogidas frases galantes. Pero la dama, seria e impasible, como si aquello no fuera con ella, continuó su camino con paso rápido. No cejó por esto el joven Raimundo en su empeño, sino que, más azuzado cada vez ante tal indiferencia, decidió seguirla, para conocer su casa o, al menos, el lugar adonde se dirigía. Su belleza le atraía cada vez con más fuerza y, a no ser porque se cruzaban con ellos algunos transeúntes, su actitud de galanteador hubiera sido más atrevida. En esto, la dama torció por una callejuela solitaria y estrecha. Raimundo entonces, sin poderse contener, la cogió por un brazo y la acorraló contra la fachada de una casa. Ella, ante tal actitud, dio señales por primera vez de reaccionar y, soltándose del atrevido caballero, corrió, asustada, hasta torcer de nuevo la calleja. Cuando Raimundo reaccionó de su estupor, salió tras ella, pero la dama, más rápida, logró alcanzar la iglesia de Santa Eulalia antes de que el galán llegara hasta ella. El templo se hallaba solitario a esta hora de la tarde; pero, no obstante, era un refugio seguro. Raimundo, sin el menor respeto a la casa del Señor, penetró resuelto tras la dama y, viendo que la iglesia estaba vacía, se acercó con los ojos encendidos de deseo hasta la frágil figura femenina. Ella, entonces, muy serenamente, y como última defensa, se desabrochó unos botones del escote y un hedor insoportable hizo que Raimundo diese un paso hacia atrás. 
El pecho de aquella mujer, todo hecho una llaga, estaba comido por un cáncer. Lentamente fue retrocediendo el caballero, con la expresión espantada del que comprende algo que nunca había sospechado. La dama, mientras, también serenamente, volvió a abotonarse el escote y dirigió al altar una mirada dolorida.
Raimundo Lulio, casi inconsciente de sus movimientos físicos, hincó pesadamente sus rodillas en el suelo y dirigió a la Cruz del Señor su primera mirada de expresión cristiana. Había comprendido la verdad de la vida, lo repugnante del pecado, la podredumbre de la carne. Con la noción del tiempo perdida, permaneció allí horas y horas. Y cuenta la leyenda que estas hondas meditaciones de su alma conmovida fueron el germen y la fragua en que el gran espíritu místico forjó la obra del que había de ser, con los años, el más insigne filósofo mallorquín.

(Vicente García Diego)

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