jueves, 4 de mayo de 2017

El Cristo de Candas - Asturias

El mar lame suavemente las costas rocosas. De lejos se ven las barcas de los pescadores que avanzan, lentas, hacia el pequeño muelle de Candas. En el acantilado puede verse, a la luz del atardecer, o en el brillante sol de la mañana, una figura de mujer que por allí se agita y deambula. Lleva el pelo suelto, flotando al viento marino, la saya lleva revuelta y descolorida. A veces levanta los brazos y gime con desesperación; otras ríe y canta una cancioncilla. Allí pasa sus días y algunas noches. Es Elvira, la pobre loca del acantilado, oteando siempre el horizonte para ver volver las barcas del mar.
Y, sin embargo, aquella pobre loca fue en tiempo no muy lejano la mejor moza del pueblo. Bellísima, joven y graciosa, y, lo que es mejor, buena y trabajadora como pocas. Todos los mozos penaban por su amor. Ella eligió entre todos a Jacobo, el marinero; el buen Jacobo, tan enamorado, tan fino y tan alegre, patrón de su barca. Las bodas iban a celebrarse muy en breve.
Jacobo tenía un amigo que se llamaba Diego, con el que compartía su barca. Él también estaba enamorado de Elvira y no se recataba de demostrárselo siempre-, pero Jacobo no lo veía. Era un amor salvaje, amargado por los celos. Elvira le huía y le temía, y no se atrevía a decir nada a Jacobo, pues le horrorizaba una reyerta. Pero a cada desaire, a Elvira le parecía leer un mundo de amenazas en los ojos del marinero.
Aquel día, como tantos otros, los dos amigos se hicieron a la mar en su barca. Como otros muchos también, Elvira los esperaba en el acantilado. ¿Qué pasó en la travesía? La verdad nadie podía saberla más que de labios de Diego, y éste contó que Jacobo se había ahogado. Todos en el pueblo sospecharon del mal amigo; pero nadie se atrevió a condenarle, faltos de pruebas. Diego sonreía, burlón. Y desde entonces Elvira, loca, no quiere abandonar el acantilado, esperando siempre al amado que no volverá más.
En una de sus tardes, largas e inacabables como infinitas, la pobre loca vio un bulto oscuro que flotaba entre las olas. A sus gritos y palabras incoherentes, vinieron, compasivos, los marineros y salieron en una barca en busca de aquello. Se trataba de un crucifijo grande. La imagen de Jesús aparecía toscamente labrada; pero con una mirada amorosa y tierna. Al posarlo en la playa, todos lo rodearon, curiosos, un poco emocionados. Aquel Cristo era el único testigo mudo de lo que pasó el aciago día en que Diego volvió solo de su lucha con el mar. Todos le llamaron para que viniera a verlo, y él se acercó remolón e incrédulo, con esa risita burlona y desconcertante de su rostro moreno de sol. Pero al mirar la imagen, retrocedió. ¿Qué es eso? El Cristo le ha mirado y pronunciado unas palabras claras, precisas...
Voces y gritos en la playa de Candas. Un hombre de rodillas, ronco, enloquecido ante la imagen del Santo Cristo, se da golpes de pecho y pide confesión. Y los marineros le han oído decir:
-¡Yo fui! ¡Él me acusa! ¡Perdón, perdón!

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