viernes, 10 de febrero de 2017

Sabinar de Torremocha - Guadalajara

Cuando la carretera entra en las frías y desoladas parameras de las tierras altas del antiguo señorío de Molina, donde el terreno yermo ha conquistado los colores del paisaje, una línea de páramos y montes cubiertos de sabinas marca la distancia hasta el horizonte. Durante muchos kilómetros la sabina es el único árbol que destaca en un paisaje modelado por vientos racheados y crudos inviernos donde se registran fácilmente temperaturas bajo cero: una descomunal masa forestal que convierte el sabinar de Torremocha en uno de los bosques de esta especie más grande de España y uno de los más extensos de Europa. Al dejar la nacional y atravesar unos campos de labor, el estrecho camino asfaltado entra en el sabinar. Ejemplares curiosos hay por todas partes, y con tanto monte abierto cualquier lugar es bueno para aparcar y vagabundear libremente entre los ásperos troncos de las sabinas, verlos uno a uno y subir a los oteros para contemplar cómo sus copas forman una infinita masa verdosa sin distancia ni dimensión.
Más o menos un kilómetro después de superar la cuesta que marca de alguna manera la entrada al bosque, sale a la derecha una pista de tierra en muy mal estado para los turismos pero fenomenal para hacer un paseo cómodo a pie hasta unos corrales de ovejas rodeados de las oscuras sombras de las centenarias sabinas. En los meses de julio y agosto la negra sombra de la sabina es un estupendo refugio para protegerse de los insoportables tábanos que únicamente atacan el cuerpo humano mientras éste se encuentra al sol, cosa que ocurre sólo hasta el 25 de agosto, cuando misteriosamente los sanguinarios insectos desaparecen de los aires y el sol no representa ningún peligro para la piel de los humanos.
En el pueblo de Torremocha, al otro lado del sabinar, también comienzan cómodas excursiones hasta el corazón del bosque por las pistas y carriles que utilizan los pastores para recorrer el término de sus pastos ganaderos. Uno de estos paseos es el que lleva hasta el encajonado valle del río Arandilla, y sin bajar para tener más espacio a la vista, disfrutar del sencillo salvajismo que habita en los confines del bosque, olfatear los aromas a espliego, lavanda y romero, escuchar el rumor del agua del barranco donde los monjes cistercienses fundaron uno de sus escondidos lugares de retiro y devoción y, si hay suerte, ver algún ejemplar de ciervo o una familia de jabalíes. La vuelta hasta el pueblo siempre es mejor hacerla por otro lado para descubrir nuevos secretos del bosque, rincones solitarios y floreados donde se nutren las abejas para llenar sus panales y los viejos árboles se resisten a las últimas arrugas. Caminos de aventura en los páramos de Molina con el murmullo de los rápidos del Alto Tajo en el fondo del paisaje.

(Juan José Alonso)

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