martes, 17 de junio de 2014

El Rey don Pedro y el asistente Juan Pascual

En la Sevilla medieval no existieron plazas mayores, de modo que los grandes sucesos públicos acontecían en plazas pequeñas o junto a edificios principales, como la catedral o el Alcázar, bajo cuyos venerables muros se desarrolló esta leyenda.
Una noche de tormenta iban a caballo por el monte dos jinetes, el rey Pedro llamado el Cruel y también el Justiciero y un fiel hidalgo que lo acompañaba. A lo lejos vieron una casa, en la que residía un labrador y hombre de bien, Juan Pascual, ni sabio ni ignorante, sabedor, sin embargo, de que Sevilla era una ciudad mal gobernada, nido de galanteos, crímenes y truhanerías, «madre de huérfanos y capa de pecadores» o, como dijo Cervantes, «urbe de gente ancha de conciencia y llena de rufianes dispuestos a matar con la misma facilidad a un hombre que a una vaca».
A la hora de la cena, los caballeros no se identificaron, de modo que el rey Pedro supo de boca del humilde labrador lo que en verdad ocurría en aquella capital, pues nadie se lo había dicho. Al día siguiente lo mandó llamar y lo nombró asistente de Sevilla, a fin de que gobernara en su nombre con verdadera justicia.
El justo labrador trabajó para la gente honrada y organizó un inflexible cuerpo de policía, que hizo de la ciudad un lugar ordenado, desterrando la alcahuetería, el juego y la delincuencia. Pero una noche estaba el rey metido en uno de sus galanteos cuando mató a uno de sus agentes, que le había afeado su turbia conducta de asaltador de damas. El asistente quedó en grave conflicto porque la persona real era inviolable, de modo que el pueblo conjeturaba cómo saldría del aprieto sin perder la cabeza. Pero, para asombro de todos, mandó al rey presentarse a los pies de las murallas del Alcázar y leyó la sentencia de muerte que correspondía a su delito.
Nada más acabar, dio la orden de que entrara una comitiva con un monigote que representaba al monarca. El asistente señaló ante todos que su autoridad no lo alcanzaba, pero la ley debía ser cumplida, dicho lo cual, ordenó al verdugo descabezar la efigie de un hachazo. El asombro dejó paso al entusiasmo incluso del rey Pedro, que mandó erigir a tan justo asistente de Sevilla una estatua para eterna memoria.


("Ciudades y Leyendas" de Manuel Lucena Giraldo)

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