jueves, 21 de octubre de 2010

Don Alvar de Avila y Doña Guimar - MIroncillo (Avila)

Volvían a Ávila, de pelear como buenos en las Navas de Tolosa, los escuadrones de serranos y habían entrado ya en la ciudad por la Puerta del Alcázar. Recorrían las calles entre los vítores de la plebe y los saludos de los nobles, que presenciaban el desfile desde los ventanales o en las torres de sus palacios. Apuesto y bizarro sobre un negro corcel, iba el capitán D. Alvar Dávila, señor de Sotalvo, al frente de sus escuadrones, repartiendo sonrisas y saludos.


Llegaba ya el desfile frente al palacio de D. Diego de Zuñiga, noble y palaciego abulense, arriba, desde la alta ventana, su hija Dª Guiomar aplaudía a los guerreros. Era linda y tenía ojos negros la condesita, era blanca como el lirio de los campos y su mirada angelical se cruzo con la de Alvar Dávila, que sonreía, sonreía... el valiente capitán se serranos recorrió ya la ciudad sin corazón, ¡ lo había perdido en una sonrisa !.


Muchas veces se vieron Alvar Dávila y la condesita Guiomar, pero siempre a través de aquel alto ventanal de la torre del palacio de D. Diego de Zuñiga. Guardaba el conde a su hija entre los recios muros de la casa señorial para ofrecérsela a Dios. Era duro y altivo el conde, y ante él vino un día el capitán de serranos. Eran breves las treguas de guerra y le pidió licencia para casarse con la condesita, su hija, antes de una nueva partida. El conde, la ira en los ojos, ordenó al capitán que abandonase su palacio, prohibiéndole que en lo sucesivo volver a ver a Dª Guiomar.


El señor de Sotalvo con toda dignidad y gran Entereza, replico al irascible: - Cuando el amor ha nacido, no se le mata con vilencias; que el corazón del enamorado es rebelde y terco en la rebeldía. Dª Guiomar y yo seguiremos amándonos, y aún más, viéndonos: ¡ Mal que os pese !.


Guardias rondaban día y noche el palacio, para prender al capitán si osaba acercarse. Mientras tanto, en el coto señorial de Sotalvo, sobre las altas rocas, mirando a Ávila, la brisa del corazón de Alvar Dávila alzaba en pocos días un blanco castillo roquero. Se adivinaban, más que se veían, los dos enamorados; ella miraba a la sierra; él, en las altas almenas que descubrían la ciudad.


Hasta que un día, al fin, el alma blanca de Dª Guiomar se escapó, hecha suspiro, del lirio de su cuerpo. A las torres del castillo vino aquel día nívea paloma. Suave era el arrullo, y el castellano la tomo con ternura en sus manos, poniéndola al cuello blanco lazo de raso.


De madrugada partía para la guerra al frente de sus escuadrones de serranos. Y en la guerra murió peleando como bueno...

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